REPORTAJES

Satoshi Tajiri también creó a este Pokémon

Esta es la increíble historia de vida de Leonardo Martínez, alias Poke. La entrevista fue publicada en junio de 2014, pero vale la pena tomarse unos minutos para leerla. Los retratos son de Adrián Abalay.

Wings for Life World Run es una iniciativa que busca recaudar fondos y destinarlos a la investigación de las lesiones en la médula espinal. Este año, organizan una carrera pedestre en 36 ciudades del mundo de forma simultánea, que en Argentina se correrá en Pinamar cuando esta revista esté saliendo a los kioscos. Un mes y medio antes, los organizadores presentaron la iniciativa a la prensa en un hotel de Buenos Aires. Allí, un panel integrado por Santiago García (periodista), Gustavo Albanese (médico), Sebastián Tagle (director deportivo de la prueba), Marcos Patronelli (piloto de cuatriciclo) y Leonardo Martínez (atleta) hablaron con los periodistas acerca del evento, de las lesiones en la médula espinal y de la importancia de participar para apoyar la investigación que encuentre una cura definitiva. Pero en esa sala del subsuelo del hotel Intersur Recoleta había algo fuera de lo común: en toda esa gran habitación, Leonardo Poke Martínez era el único que estaba en silla de ruedas por haber sufrido una lesión en su médula espinal. No sé muy bien qué es, pero Poke tiene algo que atrae a las personas, y no me refiero a la silla de ruedas. O sí, seguramente la silla tenga algo que ver, pero cuando la conferencia de prensa terminó, nadie quiso hablar ni con el periodista, ni con el organizador de la carrera, ni con el fachero y súper piloto del Dakar Marcos Patronelli. Todos lo querían al Poke. Incluido yo.

La historia del Poke se desdobla en dos. Desde el 20 de agosto de 2005 hasta su nacimiento, y desde esa fecha en adelante. Ambas etapas tienen una estrella encendida de forma permanente: la felicidad.

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Mientras Leo me contaba cómo había sucedido todo aquel día, mi mente hacía un gran esfuerzo por hacerme trampa; a medida que el relato avanzaba, yo esperaba que la historia no terminara como ¡ya sabía que había terminado! Es que en la realidad sucedieron tantas cosas a la vez que si una sola hubiese fallado, la historia habría sido diferente. Pero no. Aquel día había luz plana, un fenómeno meteorológico que es habitual que se dé en las montañas nevadas, en el que la luz del sol, la bruma suspendida en el ambiente y la nieve generan una especie de rebote de luz que no deja ver más allá de un par de metros delante de uno.

Leonardo practica una modalidad de esquí en el que se hacen saltos que deben tener cierto estilo. Se le llama freestyle y el objetivo es saltar desde rampas o sobre barandas, por ejemplo, y hacer pasadas con movimientos suaves, prolijos. Los que la tienen clara en esto lo hacen parecer un baile. De hecho los ves y parece fácil.

Así que así estaba el día en el snowpark de Las Leñas, en Mendoza. Leo nació oficialmente en San Rafael, pero sus padres y su hermano mayor vivían en Malargüe, con lo cual, allí creció. Según parece, el alma de indio viene de esa época. Las maestras de la escuela primaria Rufino Ortega tenían un doble sentimiento para con Leo y sus compañeros: las hacían renegar de lo lindo, pero eran buenos pibes. Imagino una vida de barrio, con todo lo que eso significa: amigos, vereda, bici, el papá de un vecino, el Nesquik a la tarde, las trepadas a un árbol… Según me cuenta Poke, en invierno se enganchaban del paragolpes de un auto y, con la nieve, se iban deslizando sin que el conductor se diera cuenta. Eso sí que es una indiada.

El periodista avezado, incisivo y buen preguntador querrá saber cuándo Leo se puso por primera vez un esquí. Yo no tengo ninguna de esas tres características, pero le pregunté igual. “Mi viejo tenía aserradero y se juntaban montañas de aserrín. Entonces, cuando nevaba, con mi hermano las pisábamos bien y quedaban como rampas. Nos fabricamos unos esquís y nos tirábamos de ahí. Después, mi viejo nos ataba una soga a su camioneta y nos llevaba como si hiciéramos esquí acuático”, me cuenta Leo y nos reímos. También me dirá: “Mi papá era nuestro sponsor”, haciendo alusión a que, de una u otra manera, siempre los ayudaba con sus locuras. De hecho, Leo y su hermano corrían en bicicross y el padre los llevaba a las carreras. Pero me fui por las ramas. La cuestión es que ese día había luz plana en el snowpark de Las Leñas.

En aquel entonces, corría el invierno de 2005 y Leo daba clases de esquí. Tenía 25 años y ya había abandonado la carrera de publicidad. Es que se las había arreglado para hacer la doble temporada Leñas-Andorra y ganaba bien. Además, hacía lo que más le gustaba: esquiar. Pero en el centro de esquí de Mendoza también enseñaba Freestyle.

–¿Cómo era una de esas clases?

–Por ejemplo, empezábamos con una progresión. En general, son esquiadores con buen nivel, pero aún así, empezábamos de a poco porque capaz no sabían saltar. Entonces comenzábamos con un cajón de plástico, hasta llevarlo a una baranda, cada vez un poco más complicada.

Leo tiene una tonada campechana, sin algunas eses y con palabras como “culeao” o frases como “de guacho hacíamos tal cosa” o verbos como “casear”, que sería “hospedarse en la casa de alguien”. Así, con esa tranquila forma de hablar, me cuenta: “Los esquís de freestyle son de doble espátula, para poder esquiar para atrás, para saltar yendo hacia atrás. Vienen con las twintips. También hice freeride, pero a mí siempre me gustó más el parque: saltos, barandas. Eso era lo que me motivaba. Progresar en el freestyle, cada vez ir haciendo saltos más grandes. Y ahí empieza algo en lo que uno quiere ir progresando cada vez más y no ves los límites. Pensás que todo sale siempre bien. Y ese día, creo que no llegué a tomar conciencia de lo que era ese salto.

Era un salto que lo fui a probar porque estábamos modificándolo. Y lo salté recto derecho, sin hacer ninguna pirueta: saltar y caer sobre la recepción, la bajada. Nunca probaba los saltos rectos porque le tenía cagazo a la altura. Era simple, pero siempre tuve un tema con la altura. El ver todo ese vació me producía miedo. Siempre lo saltaba de 360 porque, de esa forma, giraba en el aire y cuando abría los ojos ya tenía la recepción. Y ese día no lo probé de 360, lo salté recto, y la rampa me sacó totalmente mal. Es un salto en el que vas hacia arriba y agrupás, como si te hicieras bolita. Es un salto que te largaba bien para arriba. Ese día había luz plana y la nieve estaba muy sopa, dos factores que influyeron, porque no alcancé a notar la velocidad del esquí. Entonces cuando llegué a la parte alta de la rampa, venía muy rápido y fue como que me comí esa compresión, como si me tragara una pared. Entonces se me flexionaron las piernas más de lo debido y el salto me largó como dado vuelta, pies para arriba y cabeza para abajo. Y la parte alta de la recepción era como un pico, y yo frené directamente contra la pared. Pegó primero esto –se señala la parte de abajo del cuello –que si me hubiera dado con la cabeza directamente, ni siquiera hubiera podido mover las manos, o no la hubiese contado…

Y cuando mi cuerpo se detuvo, empecé a sentir una ardor en la espalda que era como si tuviera nieve. Y le decía a mis amigos: ‘sáquenme la nieve de la espalda que me está quemando’. Y me dicen que no, que la campera la tenía bien puesta. Ahí miré mis pies y los tenía como enroscados. Los intenté mover y nada.

En esos momentos intentaba tranquilizarme. Uno de los pisteros me decía eso también, pero el ardor que sentía en la columna era insoportable. Era como que me quemaba la espalda.”

Poke me cuenta que le dijo a sus amigos que no lo movieran porque le parecía que era algo en su espalda. Él tenía un amigo que había sufrido un accidente en la espalda y se acordaba de eso del ardor. “Por eso me imaginaba que venía por ese lado.”

En esos momentos trató de tranquilizarse. Quería ver las radiografías. Me cuenta que aún sentía una esperanza; pensaba que, tal vez, podría haber sido un shock medular y que en poco tiempo podría recomponer todo.

“Pero cuando me llevan a la clínica, ahí mismo en Las Leñas, y ven las radiografías observan que una de las vértebras estaba dislocada, corrida y molida en una esquina. Y cuando me dicen eso, pensé: ‘bueno, ya está. A tratar de ponerle lo mejor posible. Peor no puede ser’.”

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–¿Eso pensabas? ¿En serio? ¡Te habías quebrado la columna!

– Es que en ese momento no pensaba en que iba a estar en una silla de ruedas. Trataba de estar tranquilo. Me acuerdo que me estaban llevando a San Rafael para operarme y llamé a mis viejos para avisarles. Quería hacerlo yo para que no se preocuparan, para que no se pusieran mal. Mi vieja siempre me decía: “cuidado con los golpes en la espalda”. Y bueno, ya cuando nos vimos en la clínica se empezaron a enterar de la gravedad del accidente. Me iban a llevar a Buenos Aires y como los médicos se jugaban mucha guita, querían que me trataran ahí, en San Rafael. Pero lo más duro no fue que me dijeran que no iba a volver a caminar, sino que cuando a mí me llevan para Buenos Aires, un médico mala leche le dijo a mi vieja: “mire señora, aunque a su hijo lo operen acá o en Buenos Aires, no va a volver a caminar jamás”. Y eso fue mucho más doloroso que si me lo hubieran dicho a mí.

Poke llora. Yo también. “Es la vieja”, me dice en llanto y asiento con la cabeza. Lo entiendo. Cualquier cosa menos que mamá sufra. De hecho, ese “cualquier cosa” para Poke es: “Voy a estar en silla de ruedas toda la vida y es un bajón. Pero no le digas eso a mi vieja y la hagas sufrir.”

Que la habitación de Leo en el hospital sea una fiesta es un presagio de su nueva vida. Hay cerca de 25 amigos, algunos durmiendo debajo de su camilla, con resaca por haber salido la noche anterior. Otros juegan a la Play. Otros simplemente están. Y con ese escenario se encuentra Andrés, el hermano de Poke que acaba de llegar de España, donde estaba viviendo. El mismo Leo le dio la noticia y Andrés se tomó un avión ni bien pudo. Venía preocupado, lógicamente. Pero al entrar a la habitación del hospital y ver ese espectáculo, le cambió el punto de vista. Tanto que casi a raíz de todo eso, Andrés decidió volver a vivir a la Argentina y le propuesto a Leo fabricar esquies de forma artesanal (algo que hacen hasta hoy).

Todo eso era movilizante para el Poke. Un sentimiento recurrente fue: “Todas estas personas me están haciendo el aguante. No puedo permitirme estar mal o triste”.

En un momento, Leo me contó que varios psicólogos lo habían visto durante su internación (que duró varios meses), pero que eso no lo ayudaba. “El cariño de mis amigos y de mi familia sí. Eso me sacó adelante.”

Yo le sumaría a la familia y los amigos, el amor de una mujer. Pero eso lo dejo para que otra revista le saque el jugo. Sólo diré que dentro del hospital se creó una intensa historia de amor, que duró varios años.

Quise saber cómo fue la rehabilitación y la vuelta a Mendoza y Leo me contó que al invierno siguiente estaba en Las Leñas esquiando con su silla adaptada que le trajo Andrés, su hermano, de España. Les recomiendo que googleen al Poke y vean los videos de él esquiando, ¡saltando! y hasta haciendo wakeboard. “Hago todo lo que hacía antes. Esquío toda la montaña, hago saltos… Lo mismo, pero en mi silla.”

Una chica nos interrumpe la charla en la sala del hotel Intersur. Le quieren hacer una entrevista para la televisión, pero aún tenemos el tiempo suficiente como para que me cuente acerca de cuando, a cinco años del accidente, participó de un juego paralímpico de invierno. “Eso fue una locura”, se adelanta a decirme. Sin embargo, casi que lo mejor estuvo antes, cuando tuvo que viajar a Austria para participar de las clasificaciones.

“Conseguimos el apoyo de una fundación, Vendimia Solidaria, de acá de Mendoza, del diario UNO. Además, el entonces senador por la UCR, Ernesto Sanz nos consiguió los pasajes, y estuvo buenísimo. Fuimos con mi hermano, pero no teníamos un mango, así que fue tratar de comer todos lo días con cinco euros. Faahhh… no sabés. La pasamos duro. Además, un día antes de la carrera no tenía esquíes.”

¡Cómo que no tenías esquíes!

–¡No tenía! Porque no teníamos la posibilidad de acceder a ese tipo de material.

¿Y te fuiste sin esquíes a Austria a ver si pintaba algo ahí, en el momento? –yo no lo podía creer.

–¡Claro! Y fuimos a un rental y nos alquilaban unos pero no estaban homologados para la carrera. Entrené con esos antes de la carrera, y cuando llegó el momento, pensamos: “¿y ahora qué hacemos?”. Y uno me dice: “Pará que vamos al equipo dinamarqués, a ver si tienen un par que les sobre”. Y fuimos y ¡me dicen que sí, que me los lleve! Entonces mi hermano, en una habitación que nos había alquilado una viejita, enceró los esquís toda la noche, me preparó todo. Y ahora que me acuerdo, fue tan lindo eso. Costó un huevo, pero cuando lo lográs… ufff –dice y se le ilumina la mirada. –Y después vino Vancouver que, bueno, eso fue como estar en una película. Todo el tiempo rodeado de los más grossos del mundo, largando al lado de ellos.

La chica de la televisión vuelve y se me termina el tiempo. Quedamos que la seguimos por mail y le digo que sí, pero internamente sé que es diferente. Como que se corta la magia, viste.

Mientras escribo esta nota, trato de organizar mis días para viajar a San Rafael y conocer El Cable Wakepark, un parque de wakeboard que Leo construyó junto a su hermano y sus amigos. Según lo que veo a través de su Facebook, parece un lugar con mucha onda. Hay fotos del Poke saltando con la silla que él mismo se fabricó…

Mientras lo entrevistan para la tele, hablo con Adrián Abalay, amigo de Leo que es fotógrafo y autor de la foto de la portada de esta revista (fue tomada sobre Callao, en la puerta del hotel). También se prenden a la charla Cande Guerrero y Fede Del Olmo, dos amigas de Leo que también lo están acompañando en este viaje por Buenos Aires. Fede tiene una de esas sonrisas que te atraviesan por la buena onda. Ella me dirá que Leo es de sus personas preferidas en el mundo. Se conocieron hace más de diez años, en el curso de instructores de esquí de Las Leñas, y actualmente ella le hace los diseños a las tablas artesanales que fabrican Leo y su hermano.

A las dos de la tarde nos despedimos y yo voy derecho a tomar el subte D. Me pongo los auriculares y escucho algo de música para tratar de bajar las emociones de la historia que acabo de escuchar. Pero no puedo. Pienso en eso de que somos seres narrativos y que necesitamos contarnos las cosas para que tengan sentido. Así que mejor empiezo esta nota ya mismo, en el subte. Ahora.

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