REPORTAJES

El inca rubio

Christian Vitry tiene apenas 50 años, pero vividos a pleno en su doble rol de montañista y antropólogo. Participó en la expedición que descubrió a los Niños del Llullaillaco, fue fundamental en la declaración del Chapaq Ñam (Camino del Inca) como Patrimonio de la Humanidad y protagonizó una trágica experiencia en el Dhaulagiri nepalés. En esta entrevista, cuenta todo.


Escribe Juan Martín Roldán. Fotos de JMR y Christian Vitry. La foto que abre esta nota es de Guillermo Glass

Reportaje publicado en la edición impresa #21 de Ochentamundos, de octubre de 2016


Para mí lo mismo, un cortado en jarrito”, le digo al mozo. Apenas pasaron las diez de la mañana de un viernes y estoy en un café del centro de la ciudad de Salta, a media cuadra de la Subsecretaría de Patrimonio Cultural de la provincia, donde trabaja el hombre que tengo sentado enfrente. Un hombre que, desde esos primeros momentos, revela signos de su temperamento: habla lo necesario, sonríe sólo cuando le surge el impulso espontáneo, se entusiasma cuando la charla deriva hacia los dos temas que lo apasionan, a los que ha dedicado su vida. Un tipo equilibrado y genuino es este hombre, que tiene 37 años de experiencia con esos dos asuntos. Casi cuatro décadas marcando el paso en la alta montaña y la arqueología en el Noroeste Argentino. ¿Tiene 60, 65 de vida? No, no: todavía no cumplió los 51.

Christian Vitry ni siquiera se afeitaba en enero de 1980, cuando pisó por primera vez la cumbre del volcán Llullaillaco. Sí, sí: a los 14 años, este hombre llegó a los 6.739 metros sobre el nivel del mar, en plena Puna. Con esta revelación empieza la entrevista.

¿Viste las pirquitas allá arriba?

Sí, claro. De hecho tengo una anécdota muy buena sobre eso: mi compañero en esa expedición, Flavio Lisi (N. de la R.: Lisi fue otro importante escalador salteño; murió en el Aconcagua en el año 2.000) se cansó, no pudo seguir y se quedó en el último campamento; como yo no tenía cámara de fotos, él me dio la suya, una Kodak Fiesta a la que le quedaban tres fotos… Cuando llegué a esa caseta doble de piedra, saqué dos fotos, porque no me entraba en una sola, pero después subí un poco más y me encontré con una vista espectacular de todo el sitio arqueológico, así que saqué otra foto más… ¡y me quedé sin rollo para la cumbre! Ja ja, pero ver eso me impactó mucho…

¿Sabías ya de los entierros incas?

Sí, pero se sabía poco. Había habido expediciones del austríaco Mathias Rebitsch, en los años ’50 y ’60, quien incluso había excavado, y probablemente si hubiera seguido 30 o 40 centímetros más habría encontrado alguno de los cuerpos, pero gracias a Dios no lo hizo, porque en esa época no existía la tecnología para conservarlos, y se hubieran malogrado las momias. Yo cuando subí y vi esas construcciones, me empecé a cuestionar qué podía haber ahí, porqué los incas habían llegado hasta ahí…

¿Qué decía tu madre de la montaña, le copaba que a los 14 años te fueras a subir casi 7000 metros?

Sí, siempre me apoyó, de hecho cada vez que alguien cuestionaba eso, ella respondía: “Prefiero que esté en la montaña y no tomando o fumando en un boliche”.

Christian nació en la capital salteña. Su papá, que hoy tiene 84 años, era periodista deportivo y, gracias a su trabajo en el diario El Tribuno, se involucró en el Club Amigos de la Montaña a principios de los ’70. “Él ya era grande, pero se enganchó bastante con el montañismo, tanto que terminó siendo presidente del club, que como en esa época no tenía sede, muchas reuniones se hacían en mi casa. Yo me crié en ese ambiente.”

¿Cuál es la primera salida a la montaña que recordás?

A Santa Rosa de Tastil, cuando yo tenía seis o siete años.

Ya un lugar arqueológico…

Sí, y justo en esa época se estaban haciendo excavaciones. Dentro de esas salidas, una que me pegó fuerte fue en el ‘72, a los contrafuertes del Nevado de Cachi. Fuimos a explorar una pequeña cueva, que se creía que podía tener restos arqueológicos. Me subieron a los hombros, porque ningún adulto podía acceder, y yo entré solo a la cuevita, lo recuerdo como una gran aventura, fue materializar todas mis fantasías… Lo que más me llamó la atención fue el Nevado de Cachi, gigante, y en ese momento ya quise subirlo.

¿Cuándo lo hiciste finalmente?

Tres meses después que el Llullaillaco, en abril de 1980.

¿Y en el Cachi no puede haber enterratorios también?

Sí, pero no en la cumbre Del Libertador, que es la principal, sino en otra. No se ha investigado aún, ya llegará el momento. El Nevado de Cachi era muy importante en el valle Calchaquí, ya desde antes de la llegada de los incas, tiene que haber algo ahí.

¿Qué pasó cuando terminaste el colegio y tuviste que decidir qué estudiar?

Pensé en Arqueología o Antropología. Acá en Salta había existido la carrera de Antropología en la Universidad Nacional, pero los militares la había cerrado durante la dictadura, incluso hubo profesores desaparecidos. Cuando volvió la democracia se reabrió la carrera, pero a mí me dio un poco de miedo, uno no sabía si los milicos podían volver… Entonces decidí estudiar Geología, pero me tocó la colimba, en 1984, y perdí el año. Cuando volví, mi mamá tenía un cáncer, fulminante, y yo la pude acompañar mucho. Al año siguiente me metí en un profesorado de Biología y Geografía porque, por cuestiones económicas, necesitaba trabajar y una carrera universitaria me iba a insumir demasiado tiempo.

¿Y la montaña en esos años?

Salía siempre. No tanto como me hubiera gustado, pero tres o cuatro veces por año hacíamos algo con mi grupito del Club de Amigos de la Montaña. A mí siempre me gustó el montañismo de exploración, no solamente arqueológica, sino también geográfica, me gusta ir a lugares en los que nadie estuvo antes.


Christian Vitry y Emilio González Turu al pie de la pared Sur del Chañi, en enero de 1989, antes de realizar la «vía directísima» y la primera travesía desde la Puna a los valles de Jujuy.


El equilibrio

Vitry fue, en su juventud, un tipo impetuoso, seguramente más impulsivo de lo que es hoy. Se inició muy tempranamente en la escalada de altura, se interesó por los secretos incas en la misma época, a los 15 intentó subir el Aconcagua por la difícil ruta del Glaciar de los Polacos y en esa expedición vio por primera vez morir a un compañero de cordada; a los 19 finalmente pisó el techo de América, se casó a los 23, fue padre a los 24, se separó, se volvió a casar, tuvo otros hijos… Pero con el tiempo cambió, y la montaña fue su amansadora.

Mientras echo el último trago de un café ya tibio, le pregunto: “Hay muchas maneras de encarar y vivir la montaña, ¿vos con qué espíritu salís, cuál es tu filosofía de la montaña?

“Fue cambiando a lo largo de los años, creo que es un proceso -me responde -. Inicialmente, me lo tomaba como un deporte, me entrenaba mucho, tenía una buena alimentación… Fui a la parte más técnica, hice cursos en roca, hielo, estuve en Bariloche, Los Gigantes… Y después, la montaña se transformó en mi forma de vida, en una necesidad, como comer y dormir.”

¿Y cómo se siente esa necesidad?

La montaña es como un psicólogo para mí, me ordena los patitos… Yo acá en la ciudad tengo los problemas que tiene cualquier persona, pero salgo a la montaña y vuelvo equilibrado, me ayuda a pensar, sentir… vivir.

¿Cuándo te diste cuenta de eso?

Creo que a los 25 o 27 años, y a los 30 o 32 ya la vivía plenamente así, una vez que avancé con mis otros estudios, de Antropología. Ahí cerré el círculo, porque encontré respuestas a todo eso que me preguntaba cuando subí por primera vez el Llullaillaco y el Cachi. Yo ya desde los 18 o 19 años empecé a escribirle cartas a Juan Schobinger, uno de los pioneros de la arqueología de montaña en el país, y a partir del contacto con él también llegué a intercambiar varias cartas con Johan Reinhard. Les escribía para enviarles información sobre los sitios arqueológicos que encontraba en los cerros de la región.

¿Reinhard ya investigaba sitios incaicos?

Desde comienzos de la década del ’80, justo cuando yo me inicié en la montaña.

¿Cómo fue que finalmente estudiaste Antropología?

Me encontré con una amiga de Buenos Aires, más grande que yo, que me dijo que iba a empezar a estudiar. Y a los 29 años, con dos hijos (Gastón y Jeanette), yo me dije: “¿Por qué no?”. Y arranqué, acá en Salta, con idea de hacerla tranquilo. Pero me apasioné, y le di con todo al estudio… Yo soy así, voy a todo o nada.

Es un poco una condición para ser montañista, ¿no? No podés ir con medias tintas.

Y, no… Con la carrera me pasó lo mismo: no pude ir de a poco, me comprometí y cinco años después me convertí en licenciado en Antropología, con orientación en Prehistoria y Arqueología. Trabajaba a la mañana en un colegio, a la tarde iba a la universidad y a la noche volvía al colegio, ya como director. En segundo año empecé mi tesis, sobre los caminos incas.

¿Cuál fue tu primer contacto con un camino inca?

Venía caminando desde chico por caminos incas, pero no lo sabía. De hecho, por eso me enganché con el tema. El tramo que tomé para la tesis sale de Puerta Tastil, por la quebrada del Toro. Son casi 70 kilómetros, yo lo caminé entero por primera vez, encontré y relevé sitios…

¿Qué te producía eso?

Éxtasis, porque se enriquecía la montaña y el conocimiento científico. A partir de ahí, hice nuevamente caminatas que ya había hecho, pero con otros ojos. Hay tanto por explorar todavía…


Junto a Gustavo Santaolalla durante la filmación de la miniserie «Qhapaq Ñan. Desandando el camino».


Los Niños del Llullaillaco

La ciudad de Salta es, se sabe, una de las más lindas del país, rodeada por los cerros que enmarcan el valle de Lerma, imbuida por un aire colonial que en el centro histórico se respira a cada paso y dotada de una gran cantidad de atractivos únicos. A todos ellos, 12 años atrás se le sumó uno nuevo: el MAAM, Museo de Arqueología de Alta Montaña, diseñado para albergar a los célebres Niños del Llullaillaco y sus ricos ajuares, hallados en 1999. Tanto en la expedición que los descubrió como en el proceso de conservación de los cuerpos y creación del museo, Christian tuvo una participación decisiva: “Recibí una llamada de Reinhard para sumarme a la expedición que estaba organizando. Él estimaba que tenía que haber una ofrenda importante en el sitio de la cumbre, por la arquitectura de la construcción”.

¿Cuál fue tu participación en la expedición?

En Salta se acababa de crear la Dirección de Patrimonio Cultural de la provincia, a cargo de Mario Lazarovich. A pedido de Reinhard, desde la provincia le dimos todo el apoyo logístico, los permisos correspondientes… Desde ese lugar colaboré yo.

¿Estuviste cuando hallaron las momias?

Por mi trabajo en el colegio, no podía estar un mes entero en la montaña, así que decidí estar en la primera etapa: llegar a la base, equipar los tres campamentos de altura… Participé de las primeras excavaciones y estaba pensando en quedarme unos días más, pero el fotógrafo de la expedición estaba con edema cerebral por la altura, y había que bajarlo. Así que no tuve alternativa. Volví a Salta con él y rápidamente se puso bien.

¿Cómo te enteraste de la aparición del primer cuerpo?

Reinhard estaba en contacto con Mario Lazarovich a través de un teléfono satelital y se le avisó enseguida de la aparición de El Niño, lo que nos obligó a empezar a trabajar en la logística del traslado y conservación. Un par de días después aparecieron La Doncella y La Niña del Rayo, y lo primero que pedimos fueron las medidas, para comprar los freezers.

¿Sabían cómo iban a conservar los cuerpos?

Ese fue todo un tema, se discutió bastante al respecto, porque no se sabía la temperatura a la que estaban en la montaña, bajo tierra. Había dos posturas: una decía que había que ponerlos a -3ºC, para que las células no se cristalizaran y estallaran, pero eso tenía un riesgo, ya que se podía acelerar el proceso bacteriano; la otra postura era ponerlos a -12ºC, lo que aseguraba un proceso bacteriano casi nulo. Se optó por esta última y se acondicionó un lugar con grupo electrógeno y alarma en la antigua Escuela Naval de Salta.

Recuerdo que cuando se las bajó de la montaña, se generó una polémica y hubo gente que dijo que Reinhard se quería llevar las momias, ¿qué hay de cierto en eso?

Eso es producto del imaginario popular, Reinhard jamás tuvo esa intención. La confusión se armó porque hubo un malentendido en San Antonio de los Cobres entre Reinhard y Mario Lazarovich. Sin saber que Mario ya tenía un lugar preparado para enviar las momias, Reinhard había hablado por el mismo tema con el rector de la Universidad Católica de Salta, quien también le asignó un lugar. Discutieron al respecto en San Antonio, no se pusieron de acuerdo, y Reinhard, que iba en el camión con las momias, decidió salir hacia Salta para no perder más tiempo, porque las momias (que luego de bajarlas de la montaña fueron colocadas en cajas con hielo seco y aserrín) necesitaban sí o sí llegar a los freezers cuanto antes. Mario iba en un vehículo más lento, así que no lo iba a poder alcanzar, y por eso llamó al puesto de Gendarmería de Ingeniero Maury para que, cuando pasara Reinhard, le dijeran que los esperaran para llegar juntos a Salta. Ahí vino el problema, porque los gendarmes tomaron el pedido casi como una orden de detención, entonces los frenaron, los hicieron bajar del camión, los revisaron, les pusieron escolta policial… y ese hecho disparó el rumor de que Reinhard se quería robar las momias o alguna de las piezas que las acompañaban, pero nada que ver.

¿Cómo fue tu primer contacto con las momias?

Muy fuerte. Poco tiempo después de que las momias llegaron a Salta, pasé a trabajar en el Museo de Antropología, y desde ahí nos hicimos cargo del cuidado y la conservación de las momias. A mí me tocó hacer las mediciones oficiales, a la primera que tuve en mis brazos fue a La Doncella. Durante tres o cuatro días me costó dormir, la sensación era rara, no sé cómo explicarla, mirarla a los ojos casi casi era como cruzar la mirada con una persona viva… La cumbre del Llullaillaco había sido la motivación inicial de mi interés por la arqueología, había estudiado a los incas durante años y de pronto tenía en mis brazos una chica que había estado enterrada 500 años en ese mismo lugar, que también significó mi primera experiencia en la montaña. Eso después lo hice regularmente, pero nunca dejó de ser una experiencia muy movilizante para mí.

¿Cómo fue el proceso de creación del MAAM?

Presenté mi renuncia al Museo de Antropología, porque estaba un poco cansado, y la secretaria de Cultura no me la aceptó y me dijo que me necesitaba en el proyecto del MAAM. En todo el proceso participé, inclusive en el análisis de los modelos museográficos que se podían llegar a implementar. Trabajé en el guión museográfico, en la curaduría y en la exhibición en sí, en la selección de los guías (estudiantes avanzados de antropología y de historia), en su capacitación… Yo era una especie de subdirector del museo, a cargo del área científica.

¿Por qué se inauguró sin los cuerpos?

Porque no estaban dadas las condiciones para eso, no teníamos disponible todavía la tecnología adecuada para exhibirlos. Habíamos estado en contacto con museos que exhibían momias incas en Chile y Perú, y todas habían sufrido deterioros. Para encontrar una solución, en enero de 2005 organicé la primera expedición científica al Llullaillaco, y dejamos datalogers, aparatitos que miden durante más de un año la temperatura y la humedad cada cuatro horas. Lo hicimos durante tres años. Con esa información, hicimos un diseño de prototipo y se lanzó una licitación internacional, que ganó el Invap, de Bariloche. Ellos supieron darle la tecnología necesaria para la conservación. Es un sistema de criopreservación increíble, que recibe consultas constantemente de todo el mundo. Hace poco se volvieron a tomar muestras, y se comprobó que hay deterioro cero.

 ¿Por qué se los muestra de a uno y se los rota cada tres meses?

Lo primero que tiene que garantizar el museo es la conservación, es su motivo fundante. La luz es el mayor riesgo. Gracias a los cristales que tiene el sitio de exhibición, la luz no los daña, pero lo mejor es que tengan un período de oscuridad total, como estuvieron durante cinco siglos. Si la rotación fuera más rápida, el riesgo de daño sería mayor.

Mucha gente que va al MAAM sale impresionada por los sacrificios humanos, “qué horror lo que hacían estos incas”, se suele escuchar…

El tratamiento de la muerte y los sacrificios humanos son inherentes al ser humano, siempre hubo. Nosotros hemos tenido mucho cuidado al elaborar el guión museográfico, en ningún momento se habla de sacrificio, sino de ofrenda. Entre los visitantes al MAAM, están los que van solamente a ver la momia, pero creo que con el guión del museo, te olvidás de la momia, es tan rico todo lo otro, que la momia no termina siendo lo más importante. De hecho, cuando no estaban los cuerpos, el museo funcionaba igual. La idea es mostrar que los aborígenes precolombinos no eran ni vagos ni primitivos, como muchas veces se cree. Los trabajos en metal, la orfebrería, los textiles con hilos de oro, las estatuillas de concha marina, muestran una gran dedicación y, al mismo tiempo, una gran conexión, ya que hay elementos de todos los rincones del Tahuantisuyu, el gran imperio inca.

¿Qué podría aportarle al mundo occidental actual la cosmovisión inca?

La integración. Ese trabajo en una estatuilla de diez centímetros habla de una cosmogonía totalmente integrada. Eso es un legado importantísimo.

Hace dos años el Camino del Inca fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y también tuviste mucho que ver con eso. 

Sí. Formé parte del equipo nacional e internacional que participó de la presentación ante la Unesco, a cargo de seis países: Ecuador, Colombia, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. En nuestro país somos siete provincias: Jujuy, Salta, Catamarca, Tucumán, La Rioja, San Juan y Mendoza. En todas estas provincias hay restos incaicos, se seleccionaron tramos y sitios que forman parte del proyecto. Esto arrancó en 2001, la iniciativa la largó Perú, y en 2002 todos los cancilleres firmaron el acuerdo, el trabajo se inició en 2003, y yo estoy desde el comienzo. En 2008, cuando Mario Lazarovich volvió a ser Director de Patrimonio, creó la oficina de Chapaq Ñam, y se sumaron dos personas más. Hoy somos seis, y Salta es la única provincia que tiene un equipo técnico específico.

Cuando encontrás algo o descubrís lo que significa tal o cual cosa, ¿te sentís en cierto modo dialogando con los incas?

Sí, completamente. A mí me produce una enorme satisfacción elaborar una hipótesis y después poder comprobarla.

Tras casi tres horas de charla, todavía falta tocar un tema fundamental en la historia de Christian en la montaña: su paso por el Himalaya.


Con Darío Bracali en el Campo 2 del Dhaulagiri, a 6.800 msnm, en abril de 2008.


Dhaulagiri, gloria y tragedia

En 2008, Vitry formó parte de una nueva expedición argentina a un ochomil.  Era su primera experiencia en el Himalaya, y realizada como él quería: fuera de los cánones comerciales, sin oxígeno extra ni porteadores que cargaran los equipos, sin cuerdas fijas ni rutas equipadas… Una expedición que significó su mayor logro deportivo, pero que quedará en la historia de la escalada de nuestro país por la trágica desaparición del organizador. Los 8.167 metros del Dhaulagiri guardaron así en sus entrañas de hielos eternos otra vida argentina, que se sumó a las del célebre Francisco Ibáñez (1954) y Mario Serrano (1981). “En 2007 había empezado a ir a la montaña por acá con Darío Bracali, con el que nos habíamos conocido por mail. Descubrimos que teníamos un ritmo parecido, nos entendíamos perfectamente en la montaña”, relata Christian.

¿Y tenían una forma de ver la montaña similar también?

Sí, también, aunque él era un poco más acelerado que yo, iba más rápido, quería hacer todo.

A lo mejor tiene que ver con el hecho de que él era de Buenos Aires.

Sí, puede ser… Juntos hicimos el Salim, al lado del Socompa, que era el único seismil de Salta que yo no había subido. Esto fue en diciembre de 2007, ya habíamos subido juntos al Cachi y al Palermo. En Salim empezamos a hablar del Himalaya, él me contó su experiencia en el Cho Oyu y en el Gasherbrum. Vimos que coincidíamos plenamente en la forma de encarar una expedición de este tipo, y me invitó a formar parte de un viaje que estaba organizando, para marzo del año siguiente, al Shisha Pangma, en el Tíbet. Para mí fue una alegría tremenda, sentía que era mi momento y mi expedición, con poca gente me entendí tan bien en la montaña como con Darío; en muy poco tiempo alcanzamos un grado de compresión absoluta, no necesitábamos hablar para saber qué hacer. Mis hijos ya eran bastante grandes, yo estaba más asentado en mi trabajo, mis estudios y mi profesión. Físicamente estaba muy bien entrenado, tenía el apoyo familiar… Desde todos los aspectos, era el momento.

¿Quién más integró la expedición?

Éramos cinco, Darío fue el nexo entre todos, porque yo a los otros tres ni los conocía: Guillermo Glass, Sebastián Cura y Pablo Solsona, que solamente iba a llegar hasta la base de la montaña, quería hacer el trekking nomás. Darío era el único que había estado antes en el Himalaya.

¿Por qué cambiaron el Shisha Pangma por el Dhaulagiri?

Porque en ese momento, por cuestiones políticas, China cerró la frontera entre el Tíbet y Nepal, y no íbamos a poder acceder al Shisha Pangma. Ahí nuestro contacto en Nepal nos ofreció tres opciones: el Lhotse, el Manaslú y el Dhaulagiri. El Lhotse lo descartamos de entrada porque era muy alto para un primer paso en el Himalaya, y entre los otros dos nos decidimos por el Dhaulagiri porque teníamos más información y por el vínculo que esa montaña tiene con los argentinos.

¿Cómo se manejan los riesgos y los miedos en una expedición de este tipo?

El montañismo es un deporte de riesgo, pero eso no quiere decir que uno no haga todo para no correr riesgos. En este caso, nosotros no íbamos a hacer nada que no pudiéramos hacer con seguridad. En cuanto a los miedos, el asunto era despejar todas las historias, mitos y fantasmas que hay alrededor de un ochomil, para verlo solamente como una montaña.

¿Si el miedo te supera tenés que volver para atrás?

Sí, yo creo que sí. Porque te paraliza, te cascotea la cabeza. Es bueno tener temor, porque te va fijando los límites, pero si es una situación constante, no te permite tener claridad para pensar.

¿Te impactó el Himalaya?

Sí, hasta lloré por la emoción, por la belleza del lugar. Cuando llegamos a la base, me intimidó, pero después me compenetré, pude leer la montaña, y así el mito quedó relegado.

Es difícil hablar de este tema con Christian, porque intuyo los sentimientos encontrados que se generan dentro de él al recordar esta expedición. Más cuando vamos llegando al punto culmine: su llegada a la cumbre y la desaparición de Darío. “Llegamos al último campamento, a 7.400 metros, y no encontramos lugar para armar las dos carpas. Armamos una sola, y nos metimos los cuatro adentro, sentados. Ahí Guille dijo que estaba cansado y Sebastián se dio cuenta de que tenía los dedos de las manos un poco congelados, no lograba entrar en calor; los dos decidieron bajar, y Darío y yo seguimos solos hacia la cumbre. Arrancamos a la una de la madrugada, pero unas horas después Darío empezó a retrasarse, y a los 7.800 me dijo que no podía más. A pesar de que él me insistió para que siguiera solo, yo hice mi pequeño duelo personal por no llegar a la cumbre y comenzamos a bajar juntos. Pero unos 200 metros más abajo, nos cruzamos con dos catalanes que estaban igual que nosotros: uno quería subir y otro bajar. Intercambiamos parejas, hicimos cumbre y al bajar, el catalán se resbaló… logró frenar, pero quedó con pánico y recién a la una, 24 horas después de haber salido, llegamos al campo de 7.400, donde me esperaba Darío”.

¿Cómo lo viste ahí a él?

Físicamente estaba bien y de buen ánimo. Pero la ventana de buen tiempo ya había pasado, y él quiso largarse a la cumbre igual, solo. Tuvimos una discusión, pero no hubo caso. Entonces, le dije que si él hacía el intento, yo lo iba a esperar ahí. Salió a la una de la madrugada, con un clima muy malo, no se veía nada, era muy difícil identificar la ruta. Lo esperé 36 horas, sabía que mi propia vida corría peligro, pero me costaba tomar la decisión de bajar. Lo llamé por teléfono satelital a Iván Vallejo, un español amigo mío que hizo los 14 ochomiles y estaba en el campo base, pero no me atendió; al rato me devolvió la llamada y me dijo que Darío estaba muerto, que yo tenía que comenzar el descenso, pero no recuerdo esa conversación. Minutos después recibí un mensaje de texto suyo: “Cris, tienes que bajar, te esperan tus hijas con su amor”, decía. Y eso me impactó. Dejé la carpa, un mensaje escrito, agua, agua caliente, comida, la radio para comunicarse con el campo base…

¿Tenías la esperanza de que estuviera vivo?

… sí, Darío era un tipo muy fuerte… Empecé a bajar a las 16:30, muy tarde, ya casi de noche, pero estaba mentalizado en que iba a poder, yo confío siempre en mí, es más: creo que nunca tuve ese nivel de autoconfianza. Patiné en una placa de hielo cubierta por nieve, caí más de 50 metros, hasta que logré frenar… Se veía una grieta de un lado y un precipicio del otro, a 7.100 metros, tenía solamente una barrita de chocolate y medio litro de agua… Sabía que si me dormía me moría, así de simple. Llevaba dos noches sin dormir, traté de poner la mente en blanco y me hice una rutina para no cerrar los ojos: movía alternativamente los dedos de manos y pies. Ahí pasó algo muy fuerte: se me vino la imagen de los ojos del Buda en los templos que habíamos visto, y empecé a escuchar un mantra y campanitas, hasta me parecía sentir el olor de los sahumerios, y eso me dio mucha paz. A pesar de que la muerte estaba ahí, me rodeaba, me sentí un privilegiado por estar en ese lugar, lo llegué a disfrutar.

Christian llegó al campo base bien, gracias a la ayuda de dos sherpas que lo esperaban en el campo 2, a 6.800 metros. Para lograrlo, tuvo que olvidarse de Darío por unas horas: “Uno en esas situaciones se endurece, tenés que bloquear los sentimientos, porque te aflojan y te hacen perder el eje. En el campo 3, cuando Darío no aparecía, ya pensaba que él tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir, y tragué la saliva más espesa de mi vida, pero me di cuenta de que no podía concentrarme en ese sentimiento, porque perdía la facultad de tener todos mis sentidos alertas. Cerré una puerta que recién abrí en Katmandú, cuando vi a la mujer de Darío, que había viajado al enterarse de su desaparición. Fue un alud que se me vino encima”.

¿Pensaste por qué había sido él y no vos?

Sí, creo que eso es inevitable… Pero también sabía que yo en esa misma situación no hubiera salido hacia la cumbre.

Faltan algunos minutos para llegar a las cuatro horas de entrevista. Yo quisiera seguir, percibo que Vitry también. El mate ya no tiene gusto a nada, pero a la charla le sobra sabor, con emoción y contenido en cantidades armoniosas. ¿Cómo cortarla? Pienso que una pregunta sobre una suerte de vuelta sanadora al

Himalaya puede servir.

“¿Te gustaría hacer otro 8000? Después del trágico final en el Dhaulagiri, ¿es una cuenta pendiente para vos?”, le consulto.

Christian piensa un par de segundos y responde con calma, como quien tiene ya elaborado ese tema: “Ya en Katmandú, a pesar del desastre, surgió en mí la idea de volver, no necesariamente a un 8000, en el Himalaya hay muchísimas montañas de alrededor de 7000 metros que están casi inexploradas. Pero no lo tengo como un pendiente, no tomo las cosas así, porque los pendientes son una potencial frustración. Me gustaría volver, como me gustaría ir a tantísimos lugares. En realidad, no me alcanza una vida para hacer todo lo que quisiera”.

Christian vuelve a sonreír, y en mi cabeza surgen simultáneamente las imágenes de Los Niños del Llullaillaco y de los templos budistas del pie del Himalaya. Intuyo que él está pensando en lo mismo, mientras vacía el mate y se dispone a preparar la charla que tiene que dar la semana entrante en el Congreso Nacional de Arqueología. ✪



 

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