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Un viaje a lo invisible

Un deseo atraviesa a la autora de esta crónica. Quiere llegar al Salto del Agrio y sacar una foto de la vía láctea. Pero las cosas no salen como ella las había planeado. El momento exacto en el que cree que no podrá tomar esa foto es el mismo que la deja abatida física y emocionalmente. Esta es una historia de deseo, pero también de frustración y de redención. Todo, en un mismo viaje. Invisible.


Escribe y saca fotos Sol Figueroa

“Vive tus sueños como si ya se hubieran cumplido.” Esta reflexión me acompaña desde hace mucho tiempo, y proviene de mis últimos años dedicados a estudiar el funcionamiento de la intuición y el proceso creativo en la imagen fotográfica. Después de este viaje, a eso lo llamé Observar lo invisible. Acá se los cuento.

Corría el año 2020 en un contexto mundial muy comprometido, en medio de la pandemia, con el confinamiento a flor de piel. La vorágine del día a día que tenía en Buenos Aires se había congelado. Los clientes suspendían las contrataciones, se cancelaban las fechas de cobertura de las empresas. Y, de un momento a otro, todo dejó de funcionar.

Una parte interna exclamó con liviandad: “¡Al fin, todo esto se frena!” y otra parte, desesperada, decía: “¿Y ahora… qué vas hacer?”

En un torbellino de emociones, comencé a replantearme la idea de retomar mis sueños que habían quedado postergados por esta misma vorágine. Y darme la oportunidad de, por lo menos, intentarlo.

Comencé ese mismo año a dar mis primeros cursos de fotografía nocturna y proceso creativo en la Naturaleza, con el propósito de volver a concertar con ella. En este sentido, el desafío era desde adentro hacia fuera; dado que nadie podía salir de sus casas, entonces requería de ingenio y creatividad para realizar las fotografías. Algunos, desde un balcón, otros desde una terraza, jardín o ventana. Se hacía muy interesante ver esta conexión cuando llegaban las primeras fotos de los grupos. Un proceso de introspección pero con el condimento del disfrute y la exploración.

Así comenzaba a caminar mis primeros pasos que luego me llevarían a ese viaje, uno que había soñado desde que era pequeña. 

Un dato de color: ese mismo año se producía un fenómeno astronómico muy importante, el famoso Eclipse Solar del 14 de diciembre del 2020 que, casualmente, coincidía con mi cumpleaños. Los astros me regalaron semejante evento, con el mundo parado. Pero esta historia es para otro capítulo.

Durante 2021 ya transitaba cada vez más fuerte eso de vivir de lo que soñaba. Entonces decidí emprender ese viaje, en el que pudiera explorar un lugar nuevo y llevarme a la eternidad esa experiencia. Pero había dos condiciones: por un lado, tenía que ser puramente fotográfica (retratar paisajes nocturnos, atardeceres y amaneceres) y, por otro, la movilidad tenía que ser mi casa durante el tiempo que estuviese viajando. Y acá viene lo desafiante: mi única movilidad era un Gol Country… Y, claro, la búsqueda de cómo camperizar un Gol ¡se puso difícil!

Conseguir un motorhome o casa rodante se encontraba lejos de mis posibilidades. Pero las ganas de intentar eran más fuertes. No quería quedarme con la idea de que por no tener no iba a suceder eso que tanto deseaba vivir.

Con ese impulso di mi primer paso: comunicar el proyecto a mi compañero, Fran. Él es una persona dedicada a la Naturaleza, un fiel guardián dedicado a restaurar el ambiente. Entre mates y charlas, nos propusimos emprender el viaje.

A la semana de esta decisión apareció en mi Instagram un lugar llamado Salto del Agrio. Recuerdo ver esa imagen y quedar impactada. El lugar transmitía una energía que muy pocas veces la puedo nombrar.

Busqué en el mapa y me indicaba Caviahue, Norte de Neuquén. Un salto de 45 metros de altura, de colores amarillos, ocre y anaranjado, que se encuentra enmarcada por un cañadón formado por la actividad volcánica. Se sentía bellísimo y paradisiaco. De tal manera resonó en mí que a los pocos días de decidir ese destino, a Fran le llega por Instagram una publicación sobre una plantación de araucarias que se realizaría en Caviahue. ¡Bingo!

Coincida la fecha de plantación para cuando nosotros estuviésemos ahí… La piel de gallina se nos ponía cuando empezaban a suceder estas sincronicidades. Evidentemente, las señales comenzaban a hacerse presentes en este viaje invisible.

La Gola móvil comenzó a tener un diseño de casa. Nuestros amigos (que construyeron su propia camper para viajar a Alaska), nos motivaron diciendo que todo era posible. Con ellos diseñamos los planos de nuestro nuevo hogar: cajones de guardado, cama donde dormir, cocina, hasta una tabla a medida para que pudiera colocar mi computadora, para editar y hacer los backup de las fotografías durante el viaje.



Nuestros amigos nos regalaron el diseño de la camper y sólo tuvimos que costear la mano de obra y las maderas. El presupuesto comenzaba a hacerse posible. Otros amigos nos ayudaron con la planificación, el cuidado del hogar en Buenos Aires y, así, muchas personas cercanas comenzaron a vivir este sueño con nosotros.

Quiero hacer una salvedad. La planificación fotográfica me demandó varios meses (por lo menos, 3 meses desde el momento en que decidí el lugar). Me reuní con colegas amigos, que se sumaron y me ayudaron con la selección del equipo mínimo que asegurase las tomas fotográficas, para el paisaje del Agrio y de la vía láctea. Estos puntos me desafiaban ya que recién iba a saber fehacientemente cuando me encontrara ahí: si el clima, los vientos y la nubosidad serían los óptimos. Y, sobre todo, el caudal del agua de la cascada en relación al punto fotográfico que había elegido. Lo mismo pasaba con el punto a retratar de la vía láctea, sólo que era en altura y dependía mucho de las rafagas de vientos. Hasta ahí era pura incertidumbre, pero con una sensación agradable en el cuerpo, que me indicaba que todo iba bien. La intuición seguía marcando el camino.

El 28 de febrero de 2022 partimos hacia el Norte de Neuquén. Ya comenzábamos a vivir esta integración: un viaje fotográfico, con una casa móvil. Lo que había sido casi impensado para mí, ahora se convertía en realidad.

Después de dos días largos de viaje desde que salimos de Buenos Aires, llegamos con los últimos rayos de luz al pueblo de Caviahue. Consultando con algunas personas que estaban rodando, nos indicaron que podíamos estacionar en la costa para hacer noche y dormir.



Al día siguiente, nos quedamos preparando el auto para salir por la tarde al lugar tan  esperado: el Salto del Agrio. La primera señal que tuvimos para saber que estábamos en buen camino, fue cuando vimos un atardecer dentro de los valles, teñido de dorado y anaranjado por la posición del sol. Sin decir nada, frenamos el auto. Tomé con prisa el trípode y la cámara, y retraté esas luces de montaña. ¿Eran de otro mundo? El cuerpo, la mente y el alma se nos hicieron uno al presenciar tal maravilla natural. Dentro de nuestras conversaciones con Fran, comenzábamos a sentir más fuerte eso invisible que te da la unidad con la Naturaleza. Pero todavía faltaba.



Llegamos casi de noche al Salto del Agrio. Íbamos por un camino de ripio, lentos y pesados, a apenas veinte kilómetros por hora. 

Esa noche conocimos a Fabi y Lucas, una pareja que viajaba en bici (y que hoy en día sigue viajando). Ellos nos indicaron el camino para llegar a la base de la cascada. 

A media noche, salí con el equipo fotográfico a curiosear la cascada y el cielo estrellado. Hacía mucho frío y las ráfagas del viento me empujan hacia atrás. Era imposible colocar el trípode. Solo me quedé contemplando el cielo unos minutos. Me fui a descansar. En pocas horas nos levantaríamos para ir a la base de la cascada.

Se hizo la madrugada y el despertador sonó. Las primeras luces comenzaban a aparecer muy de a poco. Tenía un tiempo para que llegara la hora dorada. Sabía que la cascada no iba a teñirse de este color, pero sí quería que esa sombra me diera el color turquesa en el agua.

Recuerdo que, física y mentalmente, estaba muy cansada. Siempre es bueno reconocer cómo uno se encuentra. Las emociones y la intensidad que vivimos para armar este viaje fueron de mucha energía y esfuerzo. Casi que no había habido  tiempo para descansar. Ahora estoy segura de que mejoraría algunas cuestiones respecto de cómo me tomo las cosas. Pero me estoy adelantando. Aun así, reconozco una fuerza o una inteligencia superior que alinea todo para que las cosas se den. Una de ellas era Fran, que se ocupa siempre de la logística para que pueda estar concentrada y abocada a esas luces que siento retratar. Siempre creemos que ser un equipo es fundamental para realizar este estilo de fotos.

Esas luces en el agua, comenzaron a asomarse. Planté el trípode en diferentes puntos de vistas y lugares y, a la vez, me sentía desdoblada entre la emoción y la concentración de retratar eso que acontecía delante de mí. Probé los filtros ND, para que me diera la combinación de velocidad apropiada para el agua. Alineé la temperatura color y las tonalidades que me gustaban. Una vez resuelto lo técnico, comenzó a suceder el acto fotográfico. Las luces, los colores, las piedras, la cascada, los verdes de los musgos y la vegetación. Todo comenzó a tener vida en la cámara.

Me di cuenta de que estaba muy justa con los tiempos. La luz que me interesaba retratar, se daba en un lapso muy corto, justo cuando comienzan aparecer los primeros rayos de sol. Estaba atenta entre ver cómo esos rayos comenzaban a venir, y el tiempo prolongado de obturación de la cámara, que seguía registrando. Hasta que, por fin, finaliza.

Lloré. Me di vuelta y lo vi Fran, que estaba ahí.



Después de pasar todo el día en el Agrio, el calor hizo que volviéramos al pueblo. Pasamos un día conociendo Copahue, y otro día nos dedicamos a conocer a Esteban, quien cuida de los Pehuenes, árbol milenario que se encuentran en peligro de extinción. Él nos enseñó cómo se plantan las semillas/frutos, las propiedades nutricionales que tienen al cocinarlos. Es un alimento altamente nutritivo que consumen los mapuches, de gran importancia ancestral y cultural. Es un árbol sagrado.


El calendario me indicaba que se aproximaba la noche para realizar la fotografía a la vía láctea. En el punto que había elegido de la laguna había una chance que no fuera posible. Pero prefería ir hasta el lugar y verificarlo en persona.

Llegó el día de encarar la Laguna Escondida, que quedaba a una hora del pueblo, cuesta arriba. Ese día preparamos bolsa de dormir, linternas, abrigo, equipo de cocina, comida y equipo fotográfico para quedarnos la noche al intemperie, tomando las fotos. Bueno, al menos ese era el plan. Una vez alistados, me coloco la mochila y comienzo con una especie de punzadas en la cabeza, síntomas que no suelen ser comunes en mí. Pero lo cierto es que venía acumulando cansancio. Así que, antes de salir, pasamos por la guardia del hospital. Me hicieron los chequeos pertinentes, y me dijeron que sólo era una jaqueca fuerte. Me dieron de tomar un analgésico y yo agregué más infusiones de hidratación. Nos fuimos.

Dejamos la Gola cerca del sendero y nos adentramos a esta nueva aventura. Una hora subiendo por distintos ambientes naturales, el sol del atardecer nos acompañaba y el viento comenzaba a soplar. A cada rato me aparecían las jaquecas y las podía frenar apretando fuerte en las sienes con las manos para que sea menos intenso. Fran me iba chequeando. Íbamos a paso lento. La dificultad del trekking es baja pero, claro, cuando no estás en óptimas condiciones se pone un poco duro.

Subimos hasta un punto que se abrió un paisaje de laguna y pehuenes con el volcán Copahue de fondo. Las nubes tapaban el sol; sus rayos se escapaban por los costados. Quedaba poco tiempo de luz, así que apuramos el paso para llegar al punto indicado. Y, al llegar, las condiciones no eran óptimas: el viento soplaba arrachado. Puse el trípode para hacer unas pruebas y la cámara se movía por el viento, lo cual no me daba la seguridad para realizarlo de noche.



Entonces, seguimos bordeando la laguna, pero ya sentía que tal fotografía de la vía láctea no iba a suceder. El dolor de cabeza seguía intenso.

Comenzábamos a hablar con Fran que ese lugar o esa noche no iba a poder ser. La angustia me recorrió mi cuerpo. El deseo de retratar la vía láctea en un lugar con tanta conexión comenzaba a desvanecerse. Son esos momentos en que tenés que priorizar tu seguridad y minimizar los riesgos. Pero antes de volver, nos tomamos un descanso en un punto panorámico que nos reparaba del viento. Observamos el pueblo y esa laguna enorme de Caviahue con sus pehuenes. Volví a concertar conmigo misma, a callar la mente con unas respiraciones, y a escuchar a Fran, sobre lo bello que había sido ese viaje. Empezamos a recordar los días pasados en los que habíamos retratado paisajes, que habíamos conocido personas muy hospitalarias, que habíamos plantado araucarias, que habíamos construido nuestra casa móvil. Hicimos un agradecimiento por todo el aprendizaje y experiencias vividas. Sobre todo, agradecimos a quienes, desde la distancia, nos estaban acompañando.

Entre risas y mates, y alguna que otra lágrima, me quedé mirando un grupo de pehuenes. Dije: “Mira, Fran, allá a la izquierda, fuera del pueblo, en la costa del lago, esas araucarias.. ¿Y si ese es el lugar?”. Me volví a encender. Saqué rápido la aplicación que me indicaría si el punto más brillante de la vía láctea coincidía con esas copas de árboles. Según la app, todo parecería coincidir. Con la poca energía que me quedaba, salté de emoción. “¡Habrá que ir a ver!”, me dijo Fran.



Nos focalizamos en retratar ese cielo, que dejó de ser un deseo personal y  que ya era de los dos. Llegamos al auto. Hicimos un suspiro profundo por sentirnos calentitos y en casa. Encendimos el auto y nos fuimos a las araucarias. Llegamos y todo parecía indicar que seguía ese fenómeno sucedería entre las 3.00 y las 4.00 AM. Así, quedaría alineada la vía láctea con el punto más brillante por arriba de las copas de los árboles. Estaba excitada.

Volvimos a la costa, preparamos la cena. Cuando estábamos a punto de dormir, Fran me dijo: “Vos sabés bien que es hoy la noche para hacer esta foto. Mirá afuera cómo está el cielo.” El viento se había calmado, las nubes se corrieron y se sentía todo en calma, como si fuese el ojo de la tormenta. Nos metimos en las bolsas de dormir.



Un sonido de alarma resuena en mis sueños. Ya eran las 2.00. Nos levantamos y enseguida cada uno sabía lo que tenía que hacer. Desarmamos la cama, acomodamos todo y encendimos el auto para estar en ruta. La noche era la ideal, los dos veníamos diciendo ¡es hoy!

Entre el silencio del pueblo y la concentración, con el trípode en mano y la cámara, comencé a caminar en el lugar y observar. Me tomó unos minutos comprender las luces que tenía delante de mí, en el cielo y en los árboles. El sensor de la cámara percibe más luz que el ojo humano. La mayoría de las veces, intento observar eso que está invisible. Cuando realizás muchas fotos nocturnas, terminás por ver esas luces que, a simple vista, no se ven.

Busqué el punto de toma con una araucaria y la vía láctea, pero no quedaban alineadas. El lugar donde me tenía que poner para que esto sucediera era al borde de un pequeño precipicio, y ya no estaba dispuesta a tanto riesgo. Entonces, decidí caminar. Era el momento de tomarse las cosas con calma para lograr los resultados que deseaba. De a poco me desprendía de mi mente para guiarme por la intuición, y entrar en ese diálogo que me iba a indicar el paisaje que estoy queriendo fotografiar. A veces lleva tiempo.

A lo lejos vi la copa de un árbol que me atrajo. Me acerqué y le grite a Fran: “¡Es este. Es acá!”. Hice las primeras pruebas de luces que daban sobre el árbol. Un detalle: me llamaba la atención porque no tenía nada cerca que ilumine tanto ese árbol (en las fotografías nocturnas no uso iluminación artificial). Disocié las luces para comprender qué esquema de iluminación tenía. Y en este caso observaba una luz directa que venía de frente. Miré para atrás y me di cuenta de que la contaminación lumínica provenía del pueblo. Al tener iluminada esa araucaria con luz tungsteno, realicé en cámara unas correcciones de colores y tonalidad para obtener la mayor información lumínica en el sensor y, luego en el revelado, trabajar tranquila. Me aseguré de tener toda la información lumínica en el momento de fotografiar.

Con estos parámetros en cámara, a través del visor busqué el encuadre, y una vez que todo estaba chequeado, comienza la magia fotográfica. El lente, el obturador y el material sensible se alineaban para dibujar con luz lo que mis ojos contemplaban.

Entre una serie de fotos de larga exposición, lo pude ver. Ahí estaba el cielo y la tierra en conexión. Un árbol milenario, quien lleva las historias de las culturas en sus raíces hacia lo más alto de su copa, conectaba con ese cielo infinito de estrellas, formando un camino que lo conducía hacia el corazón de una galaxia. Sin darme cuenta ese retrato, significaba algo más que una fotografía. Para mí era la integración del cielo y la tierra con la sabiduría de la Naturaleza que simbolizan los pehuenes. Jamás imaginé que la vida me iba a llevar a vivir semejante experiencia, a contemplar la inmensidad de la Naturaleza y a comprender un poquito más de qué estamos hechos.

Cuando le muestro la imagen a Fran, nos impactó. Más lágrimas. Más felicidad.  Ahora sólo había que conectar con esa fotografía para que el cuerpo volviera vivir esas memorias que un sueño impulsó, que una frase motivó.



Así cerramos nuestra última noche en Caviahue, con el cielo y la Tierra integrados, con el corazón y la vida siendo uno. Y tratando de comprender de qué se trata esto de “observar lo invisible…”

Fin. ✪


 

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