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Crónica azul: episodio 2

Segunda parte de esta crónica de viaje por la Ruta Azul. Saliendo de Cabo Raso, el camino se acerca a la costa y el mar patagónico se funde con el cielo en un horizonte tan azul que duele. A Bahía Camarones lo declararon Pueblo Auténtico por sus valores culturales, históricos y arquitectónicos. Hay un almacén de cien años, un grupo de personas que armó una huerta orgánica, un restorán donde sirven fideos con abundante boloñesa, un Walter que abrió un gimnasio al aire libre y un mar con sesenta islas y ballenas francas, jorobadas, sei y minke. Por lo bajo, hay gente que se pregunta si podrían vivir del turismo sustentable y dejar la pesca y la ganadería. Pero por lo bajo.


Escribe y saca fotos: Guillermo Gallishaw

Walter pone cemento con la cuchara, después acomoda la laja y la afirma. Luego repite las acciones. Pone cemento, pone laja, cemento, laja. No hay pausas en su tarea. Está construyendo una pared semicircular en el camping Bahía Arredondo. Lleva puesto un mameluco azul, botas de trabajo, un guante negro y otro gris y una gorra oscura. Cuando dice buen día, algo se revela. Tiene esa dulce tonada propia de quien habla guaraní. Sin detenerse en su tarea acompasada de cuchara, cemento, laja, cuenta que nació en Bahía Camarones, pero que de niño su familia se mudó a Asunción del Paraguay. Que de grande se dedicó al fisicoculturismo, que compitió en diferentes torneos internacionales, que se fue a vivir a Nueva York para entrenarse con los mejores y que, finalmente, decidió volver a Camarones. Habla un poco agitado porque, mientras cuenta, sigue con la cuchara, el cemento y las lajas. No se detiene. Días más tarde, alguien me contará que Walter está armando un gimnasio en Camarones, que juntó la plata y compró las máquinas, que armó una platea y que levantó dos paredes, pero que se quedó sin presupuesto para hacer el techo. A pesar de esa falta, decidió abrir el gimnasio igual. Entonces, hoy la gente hace sus rutinas al aire libre, hasta que Walter pueda juntar el resto de la plata, levantar las otras dos paredes y ponerle un techo. Además, tiene este trabajo de albañil en la antigua estancia El Sauce, que hoy se llama Portal Isla Leones y forma parte del Parque Patagonia Azul.

Walter, fisicoculturista, albañil, dueño de un gimnasio

La Ruta Azul une cinco puntos a través de la Ruta Provincial 1: Punta Tombo, Cabo Raso, Bahía Camarones, Bahía Bustamante y Rocas Coloradas. La llaman Ruta Azul y es la zona en la que una ONG se propone un objetivo tan  ambicioso como necesario: crear la mayor reserva marina del país. Salí de Cabo Raso antes del mediodía con rumbo Sur: voy por la RP1 hacia Bahía Camarones. Por momentos el camino de ripio se adentra en la pura estepa ondulada hasta que, de pronto, se pega al mar y todo es felicidad. Unos kilómetros antes de llegar a Camarones, la ruta queda a diez, doce metros del mar, así que freno y me bajo. En su libro Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit dice que el mundo es azul en sus extremos y en sus profundidades. “La luz del extremo azul del espectro no recorre toda la distancia entre el sol y nosotros. Se disipa entre las moléculas del aire, se dispersa en el agua. El agua es incolora, y cuando es poco profunda parece del color de aquello que tiene debajo. Cuando es profunda, en cambio, está llena de azul. El cielo es azul por la misma razón, pero el azul del horizonte, el azul del lugar donde la tierra parece fundirse con el cielo, es un azul más intenso, más onírico, un azul melancólico, el azul del punto más lejano que alcanzas a ver en los lugares donde puedes abarcar grandes extensiones de terreno con la mirada, el azul de la distancia.” Este día comeré fideos con boloñesa en un restorán de Camarones (Alma Patagónica), tomaré mates en una playita de piedras mirando cormoranes, visitaré la colonia de pingüinos de Magallanes en Cabo Dos Bahías y cenaré locro en la estancia del Portal Isla Leones. Pero todo el día habré tenido en mi mente ese momento de la mañana, mirando el mar, el cielo, el horizonte, rumiando el texto de Solnit.

“El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde aquí, el color donde no estás. Y el color donde nunca estarás.”

Hoy tocan los Cormoranes Rockeros

Sobre un ripio de canto rodado, María Mendizábal maneja hacia Bahía Camarones. Ella es la Coordinadora de Desarrollo Turístico del Parque Patagonia Azul de la Fundación Rewilding Argentina, y mi anfitriona en el Portal Isla Leones. Ahora estamos yendo al pueblo a conocer a algunas personas. Vamos pisando ripio. En la radio, la locutora avisa: “Para Séptimo Arancibia en Las Mellizas y Jacinto en La Buena Fe, Darío les avisa que llegó bien a destino”. De repente, tres choiques entran en cuadro. Salieron de entre la mata rala, grisácea, monocromática, y ahora corren delante de la camioneta, cogoteando. También lo llaman ñandú patagónico o petiso (no miden más de un metro y medio de altura), y puede alcanzar los 60 kilómetros por hora. A través del parabrisas se ve la habilidad que tienen para cambiar de dirección en un microsegundo. Algún gesto motriz me recuerda a los velociraptors de Jurassic Park. Pero el espectáculo dura poco: bruscamente doblan a la derecha y desaparecen de cuadro. Se pierden en esa mata grisácea, achaparrada, monocromática, que algunos llaman desierto, pero se equivocan: es un ecosistema variado y complejo de flora y fauna. Y de humanos. “Para Osvaldo y Sergio Curiqueo, su hermana les comunica que Rolando se encuentra mejor”, dice la locutora en el 850 kHz del dial de Amplitud Modulada. En la mayoría de los puestos de campo no hay señal de celular. Entonces, la gente usa la radio para mandar mensajes, como antes, como ahora. Después de una larga curva hacia la izquierda, en el horizonte aparece el mar. Todo el escenario ocre estepario se transforma en algo parecido a la esperanza, con un azul profundo. La ruta se pega a la costa y María me señala algo en el mar. “Son cormoranes roqueros”, dice y explica que también los llaman cormorán de cuello negro y que habitan las costas patagónicas. Y pienso que alguna banda de Bahía Camarones tal vez se llame así, pero con ck: Los Cormoranes Rockeros. Lo que no me imagino es si sus canciones protestarían contra las pesqueras que arrasan el mar pero dan trabajo en el pueblo, o contra las organizaciones ambientalistas, que quieren que la pesca deje de saquear y que la economía sea más distributiva y diversa. Pero lo que es seguro es que los Cormoranes Rockeros deberían protestar contra algo, porque esa es la esencia del rock. ¿O ya no?

“Pesca de arrastre se llama, y el gran problema con eso es que las redes van por el fondo barriendo con absolutamente todo explica Sebastián Di Martino, el Director de Conservación de la Fundación Rewilding Argentina.  -Es una pesca muy destructiva y muy poco selectiva. Sería como estar pasando todo el tiempo la topadora en un monte, porque ese fondo marino es un ecosistema. Y este sistema de pesca de arrastre se aplica desde hace mucho tiempo. Pero, además, el fondo marino es un gran almacenador de carbono. O sea, la pesca de arrastre está entre las que más aportan al calentamiento global.”


CHISPA lo logró

Entramos a Bahía Camarones desde el Sur y pasamos por la estación de servicio. “Este es el punto de encuentro del pueblo”, dice María. El ejido urbano tiene unas ocho cuadras por once. Hay algunos restaurantes, hospedajes, museo, plaza, despensas y locales varios. “El lugar conserva su identidad y su idiosincrasia, plasmadas en diferentes aspectos relacionados con su patrimonio cultural y natural”, estimó un equipo de promoción turística del Gobierno Nacional, y por eso declaró a Bahía Camarones como Pueblo Auténtico. Cualquier cuenta de Pinterest se haría un festín en Camerones, publicando fotos de fachadas de casas. En la esquina de Mitre y Urquiza hay una puerta tranquera de una sola hoja que dice C.H.I.S.P.A Transición Camarones en letras verdes y con florcitas dentro de las letras. Un alambrado delimita el terreno, y de él cuelga un cartel hecho a mano que reza: “CHISPA es de todos y entre todos lo cuidamos”. Hay un gran invernadero que aprovecha hasta el último metro de superficie cultivable. Son casi las seis de la tarde y Mariela Sánchez se está preparando para terminar el día de trabajo. Sonríe. Transmite eso que transmiten las personas que no necesitan nada más para ser felices. Como si supiera que tiene la felicidad entre sus manos. Manos sucias de tierra. “CHISPA es un proyecto de agroecología que nace desde Transición Camarones, que es una asociación civil formada por pobladoras y pobladores de Camarones. En el pueblo no había producción de alimentos. Todo viene de afuera. Así nace CHISPA: Camarones, Huerta Integral Saludable Participativa.” También cuenta que todo empezó con una idea y que, de a poco, se fueron sumando voluntades, ayudas: Transición, Rewilding Argentina, INTA, la Muni, vecinos. “Acá, para hacer un agujero en el suelo necesitás un taladro. Así que imaginate. Hicimos un convenio con las estancias para traer estiércol. Fueron nueve camionadas, otras tres de tierra y unos diez bolsones de aserrín. Así arrancamos. Después, Rewilding nos hizo este invernadero. Los primeros dos años fueron de mucha preparación y regeneración del suelo, hacer pruebas acerca de qué cultivos se daban de mejor manera. Primero hicimos hojas, luego probamos con tomates, que cosechamos ¡una tonelada! Le vendemos a la comunidad, no sólo verdura, sino también plantines, la chispa, porque queremos que se copen con la huerta.”

A partir de enero, los sueldos de las cuatro personas que trabajan allí saldrán enteramente de las ventas. Serán autosustentables. 


Un ecosistema que aúlla, que pide ayuda

Doblamos por la calle Manuel Belgrano y avanzamos hasta que se corta. Una curva para allá, otra para acá y llegamos al puerto. Son las seis de la tarde y hay dos camiones con semi acoplado con cámara de frío. “Seguro que están llegando los barcos”, vaticina María Mendizábal. Cuando eso suceda, un grupo de trabajadores se dedicará a estibar la marisca (langostinos), para luego cargar los camiones. El descarte quedará en el pueblo; la pesca de buena calidad se va a bordo de los camiones. Actualmente, la pesca es una de las actividades que sostiene la economía local, aunque su fuerte siempre fue la ganadería ovina (de hecho, tienen certificación de calidad propia). Pesca y ganadería dieron y dan trabajo a lo largo de toda la costa patagónica, pero el costo ambiental después de casi un siglo y medio es altísimo. Ya en 2006, el periodista Mariano Severini publicaba una nota de investigación sobre la desertificación en la región patagónica (revista AVENTURA, edición 90). Allí explica que el exceso de animales pastando elimina la poca vegetación que protege los estratos superiores del suelo (y así, quedan expuestos a la erosión eólica e hídrica). La desaparición de la cobertura vegetal reduce el poder de retención de agua del suelo que, una vez desnudo, se termina compactando. Además, el pisoteo del ganado ovino lo compacta aún más. Las ovejas comen primero las plantas jóvenes, luego los retoños tiernos de las grandes hierbas, y hasta llegan a comerse las raíces. Una vez que el pastizal no alcanza a semillar y reproducirse, el proceso es irreversible. Lo mismo sucede con la pesca: la actividad desmedida durante tantas décadas no sólo destruyó el fondo marino sino que, además, estranguló el recurso. Cuando le pregunté a Sebastián Di Martino por este tema puntual, su respuesta fue: “Hoy me pasaron un mensaje de pescadores de la zona de Puerto Deseado, que pedían que se pare la pesca del langostino antes de la fecha establecida, porque por cada tonelada de langostino que están pescando, descartan otra tonelada de langostino de poca talla y de merluza de poca talla. O sea, la mayor parte de la pesca es descarte. Bueno, de hecho la pesquería de merluza colapsó en Argentina. Además, con todo ese material en podredumbre en el mar, se generan zonas anóxicas, zonas muertas.” 


Dos stents

La última luz del día se cuela desde el poniente y acaricia el muelle, el barco, el mar. En el almacén de ramos generales Casa Rabal, una estufa con panel y garrafa recibe a los que vienen a hacer la compra. Fabián Mairal me invita a conocer la parte de atrás de la tienda, que vendría a ser como la parte de atrás de Camarones, porque el almacén y el pueblo comparten año de fundación: 1900. Un tío abuelo de Fabián compró el comercio en 1918. “Camarones era más importante que Comodoro, que casi ni existía. -dice con su voz tenue, apenas raspada. -Acá venían los barcos y, como no había muelle, fondeaban mar adentro y bajaban a la costa en barcazas. ¿Ves?”, y muestra una foto que estima que es de mil novecientos cuarenta y pocos. “Acá se puede ver que las barcazas bajaban mercadería y se cargaban la lana de oveja de las estancias de la zona. Camarones era muy importante. Fue la época de oro. Hoy decayó todo. El campo, la pesca… Pero hay que seguir.” Fabián sigue, pero ahora se toma las cosas con calma, después de que le colocaron dos stents. “Antes andaba hasta el culo, viajando mucho a Buenos Aires a comprar mercadería y mil cosas. Pero se me murió una hermana en la pandemia, tengo dos hijas mellizas y bueno, vos le metés un freno a la vida. Ya tengo 75 años, estoy a punto de jubilarme.” Después se disculpa, dice que ya es hora de cerrar el almacén. Afuera, la noche apagó el mar azul. En el muelle, las columnas de luz led dejan ver un camión y un barco. El langostino se está por ir de Camarones.

Esta noche, María me dice que hay juntada. Aún no lo sé, pero me espera una cena que ni en mis sueños más oníricos me hubiera imaginado. ✪

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