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El legítimo Rey de la Selva

El olvido es peor que la muerte. Porque implica la desaparición absoluta de una persona, torna inútil todo lo que ella hizo en su paso por la Tierra. No solamente es borrar cada una de sus huellas de la faz de este planeta, sino también de la cabeza y el corazón de cada ser que lo habita. Cuando eso le sucede a alguien que en vida fue una figura pública, generalmente no es algo fortuito, sino que es fruto de una acción planificada. Más aún cuando ese alguien provenía de sectores sociales postergados y se atrevió a intentar ocupar espacios que no estaban pensados para él, desafiando convenciones, prejuicios y estatutos. Sin embargo, en esta ocasión la eterna rebelión del personaje fue tan fuerte que logró evitar el olvido.


Escribe Juan Martín Roldán. Foto gentileza Posadas

En la selva nació. No importa exactamente cuándo ni dónde. Pero allí creció, allí jugó, allí forjó su identidad grande y arisca. Ese ambiente intrincado, diverso y lleno de vida le transmitió su esencia, su fibra más íntima. Rebelde por naturaleza, Andrés Guazurarí es el símbolo de la pasión misionera. De la lucha por la libertad de su gente, por integrar la idiosincracia y los valores de su patria chica a una patria grande. El comandante guaraní no se rindió nunca y, una y otra vez, reforzó con su sangre el color de su tierra.

Llegó al mundo un 30 de noviembre, día de San Andrés. Los jesuitas ya habían sido expulsados de todos los dominios de las coronas ibéricas, e inclusive la Compañía de Jesús había sido disuelta como orden religiosa por orden del entonces papa, Clemente XIV. El año exacto del nacimiento no está claro, aunque al parecer fue 1778, y el lugar pudo ser Santo Tomé o San Francisco de Borja, dos de las 30 antiguas reducciones guaraníticas, situadas una frente a la otra, separadas por el río Uruguay. Con estos datos, hay una coincidencia fantástica: el futuro gobernador misionero se crio prácticamente junto al futuro libertador de esta parte de América. José de San Martín nació el 25 de febrero de 1778 en Yapeyú, un centenar de kilómetros al sur de Santo Tomé y San Borja. Hay, además, otro punto en común: todo indica que ambos tenían en alguna medida sangre originaria, aunque en el caso de San Martín eso sigue siendo negado (o al menos ocultado) por la historiografía tradicional.

En cuanto al nombre del comandante guaraní, es evidente que el español Andrés está motivado en la fecha de su nacimiento, y Guazurarí significa “venado arisco” (en guaraní, la palabra guasu, o guazú, tiene una doble acepción: venado y grande). Aquí vale una aclaración: el apellido del prócer misionero suele escribirse con C, Guacurarí, pero eso deriva del portugués, ya que en esa lengua se lo escribe con la C cedillada, Guaçurarí, que se pronuncia como una Z. Por eso, siempre teniendo en cuenta que el guaraní no tenía escritura, lo más correcto es Guazurarí.

Despunta el 2 de julio de 1817 en el pueblo misionero de Apóstoles. El sol todavía no asoma, pero la claridad se va colando en la espesura de la jungla, que se ve invadida por la neblina después de una fría noche de invierno. El gobernador de Misiones estableció allí su base unos meses atrás, después de rearmar sus milicias y recuperar las tierras que el brigadier portugués Francisco Das Chagas Santos arrasó entre enero y febrero de este mismo año. 

Está cansado, pero muy despierto. En realidad, el cansancio forma parte de su vida cotidiana, ya que desde que dos años y medio atrás asumió el mando de la provincia, prácticamente no ha parado de combatir, primero a las tropas paraguayas y luego a los ejércitos luso-brasileños. Guazurarí tiene una cuestión de piel con estos últimos: son los sucesores de los bandeirantes paulistas, esos que atacaron, capturaron y esclavizaron a los guaraníes durante todo el siglo XVII. Hoy esos ejércitos sirven al recién declarado Reino de Portugal, Brasil y Algarbes, con sede en Río de Janeiro.

En su casa de piedras, edificada hacia 1640 como vivienda de los sacerdotes jesuitas que estaban a cargo de la reducción, Andrés mira el cielo y avizora una tormenta. Su compañera, Melchora Caburú, aún dormita. Ella, piel blanca pero curtida, ojos claros y pelo castaño, es su pareja desde hace unos años; por sus venas corre sangre europea, pero fue criada por una familia guaraní y ese es el sentimiento que bombea su corazón. “Das Chagas Santos nos va a atacar hoy”, dice él, pensativo. La Melchora asiente, mientras se levanta para preparar unos mates. El fuego de la noche anterior aún humea y la pava está todavía tibia. “Estamos listos, toda la tropa está preparada. Esta vez no puedo fallarle a mi padre ni a mi gente, esta vez la victoria será nuestra”, afirma convencido mientras toma el primer mate y recuerda las últimas cartas que intercambió con su padre adoptivo, el oriental José Gervasio de Artigas, líder federal de la Liga de los Pueblos Libres, quien lo nombró Comandante General de Misiones en febrero de 1815. La identificación de Andrés con el ideario y el accionar de Artigas es tan grande que sus adversarios luso-brasileños lo conocen como Artiguinhas.

“Melchora, llamámelo a Tiraparé, él va a atacar primero a esos realistas que nos atormentan”, exclama. Vicente Tiraparé es uno de sus capitanes, tan guaraní como él mismo. Con él llegan otros oficiales del diezmado ejército misionero, compuesto por un millar de originarios entremezclados con algunos gauchos criollos, mal armados pero muy duros y compenetrados hasta los huesos con este suelo. “Capitán, usted va a encabezar la carga de caballería contra la formación de artillería de los lusos. Yo voy a partir ahora para San José, a buscar a los soldados que han quedado allí, con la idea de tomar al enemigo por sorpresa más tarde”, le explica el comandante.

Las tropas invasoras incluyen alrededor de 800 hombres, en su mayoría militares con experiencia formados en las guerras napoleónicas de la década pasada. Cruzaron el Uruguay un par de días atrás, desde su base en Sao Borja, una de las siete antiguas misiones jesuíticas situadas al este del gran río, en poder de Portugal desde 1801.

Sin demoras, Tiraparé sale al encuentro de su enemigo a unos dos kilómetros del pueblo y arremete con fuerza. El objetivo es aprovechar el camuflaje que brinda la selva, para que los lusos no puedan hacer pesar sus cañones y la batalla se dé en un cuerpo a cuerpo que le otorgue mayores chances a los guaraníes. Hay sapucay con la vena hinchada, hay heroísmo, hay fiereza. Hay sangre de los dos lados. Mucha. Hasta que en un momento el lugarteniente de Guazurarí comprende que lo mejor es replegarse para esperarlos guarecidos por las robustas construcciones de Apóstoles. 

A media mañana, los realistas se acercan al pueblo. Despliegan su artillería y encaran el ataque con dos escuadrones de caballería por los flancos y uno de infantería por el centro. Indios y gauchos se defienden desde las casas, talleres y hasta desde las ventanas de la iglesia principal. Entonces, la lluvia pronosticada por el gobernador se desata con furia. El barro se apodera de la escena y entorpece el avance de los invasores. El optimismo inicial de Das Chagas Santos comienza a perderse. Todo es confusión para sus fuerzas regulares, acostumbradas a un combate abierto. El resultado es incierto.

“¡Contra la esclavitud, por la Patria, por nuestros ancestros, por nuestros hijos y por nuestros compañeros masacrados! ¡Ahora!” La arenga a grito pelado de Andrés desencadena una carga feroz de sus 200 soldados a caballo. En medio de la tormenta, la sorpresa es decisiva y el desconcierto total para los lusos. Con lanzas, machetes y espadas, la gente de esta tierra los empuja hacia atrás, rompe sus filas y diezma sus fuerzas. “¡Retirada, retirada!”, ordena Das Chagas Santos, con una herida en un hombro. Los realistas portugueses huyen hacia el río, perseguidos por las tropas locales. La victoria es absoluta.

La batalla de Apóstoles marcó el punto más alto del dominio y el prestigio de Andrés Guazurarí, cuya fama se extendió entonces a toda la región. Eran tiempos de formación, de construcción de la identidad, de definiciones sobre qué iba a significar eso que todos los involucrados en el proceso revolucionario llamaban “Patria”. La independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata se había declarado un año atrás en San Miguel de Tucumán, pero la única provincia integrante de la Liga de los Pueblos Libres firmante del acta había sido Córdoba. El resto (Santa Fe, Corrientes, Misiones, Entre Ríos y la Banda Oriental) había resuelto no enviar representantes al Congreso de Tucumán, tal como había dispuesto Artigas, enfrentado al gobierno centralista y unitario que ejercían los Directores Supremos desde Buenos Aires.

Guazurarí tuvo una buena educación: lee y escribe desde chico, toca instrumentos musicales, tiene formación en tácticas de guerra y ha sido adoptado legalmente por el líder oriental, lo que le permitió llegar a grados militares reservados para criollos. Pero no deja de ser guaraní. Es “el indio Andresito”, minimizado o despreciado por las pequeñas oligarquías urbanas. Así quedó en evidencia cuando, en agosto de 1818, fue enviado por su padre adoptivo a reponer en el cargo de gobernador de Corrientes a Juan Bautista Méndez, depuesto por un golpe de estado alentado desde Buenos Aires por José Francisco Bedoya. Tras un par de combates, Andrés expulsa a Bedoya y entra a la ciudad, acompañado por sus capitanes indígenas, el fraile franciscano José Acevedo y el marino irlandés Pedro Campbell, quien había llegado a estas tierras en 1806 como parte de la Primera Invasión Inglesa, había desertado de las filas británicas y se había sumado a las luchas independentistas. A la clase dominante correntina no le gustó la presencia y mucho menos el dominio de un originario, que se instaló en la casa que ocupaba Bedoya y reorganizó el gobierno de la provincia con un cabildo afín a las concepciones federales artiguistas. Así ordenó la liberación de indios sometidos a diferentes formas de servidumbre, impulsó una reforma agraria y repartió tierras entre los miembros de las comunidades guaraníes y los gauchos locales, principios difundidos por el Congreso de los Pueblos Libres de 1815.

Pero su espíritu inquieto y guerrero era mucho más fuerte que su inclinación para gobernar: en marzo de 1819 Artigas le ordenó hacer un último intento para recuperar el control de las siete misiones orientales. Guazurarí, al mando de un ejército muy numeroso, logró tomar San Nicolás y San Borja. Luego marchó hacia el Sur, con el objetivo de reunirse con su padre y líder. Pero ese encuentro nunca se dio, porque Artigas nunca pudo partir hacia allí, aquejado por las luchas y traiciones entre Buenos Aires y los caudillos santafecinos y entrerrianos. 

Estas demoras le dieron tiempo a los lusos para rearmarse y enfrentar nuevamente a las fuerzas de Andrés, que fue herido y perdió más de 400 hombres en la devastadora derrota de Itacurubí. Días más tarde, fue capturado por una patrulla luso-brasileña cuando intentaba cruzar el río Uruguay para retornar a sus tierras misioneras. Como prisionero, fue enviado primero a Porto Alegre y luego a Río de Janeiro, donde quedó detenido en la cárcel de la isla Das Cobras. Allí estuvo al menos hasta 1821,cuando fue liberado supuestamente para ser trasladado en barco a Montevideo junto a otros oficiales artiguistas. Pero Guazurarí nunca abordó esa nave: al parecer volvió a prisión por una riña callejera con unos marineros ingleses, y nada más se supo de él. 

Así, sus últimos días se pierden en la nebulosa de la historia, al igual que su principio. Pero no su origen, ni tampoco su fin. 

Hoy una localidad del extremo norte de Misiones lo homenajea con el nombre de Comandante Andresito, y así lo recordamos cariñosamente. Pero él fue Andrés, con mayúsculas y sin diminutivos. El guaraní que hasta el final de sus días pretendió llegar a la Tierra Sin Mal, el paraíso buscado por sus ancestros.

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