RELATOS DE VIAJE

Turquía & Grecia, de a dos 💑

Una pareja. Un viaje. Dos mochilas. Seis destinos. Tres islas griegas. Un vuelo en globo. Muchas mezquitas. Este es el relato de un trip de 20 días por Turquía y Grecia.


Escribe y saca fotos Guillermina Aguas

Acá estoy, en el colectivo 57 camino a Luján, la ciudad donde me crié. Mañana hay elecciones y, casualmente (sin ironía), está todo inundado. Desde la ventanilla, miro los campos al costado de la autopista y, por alguna razón, me acuerdo de mi último viaje. Supongo que estar en el colectivo, mirar por la ventanilla, trasladarme, escuchar música… Todo eso me transporta. Viajo y me acuerdo de mi último viaje.

La última vez que escribí para Ochentamundos hablaba acerca de lo que, para mí, significa viajar. Cuando viajo pierdo el control, exploro, me embarco en la aventura, se generan oportunidades, conozco gente, me relaja, me desconecta, me siento libre, vuelo, me abre la mente, enfrento desafíos, veo muchos más atardeceres de los que veo en mi vida cotidiana, me dejo llevar, confío en mi instinto, se me ocurren ideas que en la rutina no me surgen, me hago amiga de gente con la que nunca hubiese hablado, me enamoro de imágenes, me conozco más… Todo eso, y más. Al igual que la mayoría de mis viajes, este lo hice junto a Matías, y nos fuimos a Turquía y Grecia.



Turquía

La primera ciudad que recorrimos fue Estambul (en un momento, muy conocida por Onur, pero antes fue la capital del Imperio Romano y Constantinopla). Es una de las capitales más importantes del mundo y es muy famosa por su caos reinante. Nos quedamos asombrados por la intensa vida nocturna (todos los días de la semana) del barrio Beyoglu, que es la zona cosmopolita.

Los medios de transporte son muy buenos. Al igual que, por ejemplo, el DF, el metro llega hasta el aeropuerto; esto hace que sea práctico, barato y seguro el desplazamiento desde y hacia él. Es una de las únicas urbes transcontinentales del mundo: una parte de Estambul está en Asia, y la otra, en Europa; ambas, separadas por el estrecho del Bósforo (que, a su vez, une los mares Negro y de Mármara).

La comida fue un punto muy positivo. Tiene muchos puestos callejeros de buena calidad y precios. Para recomendar, yo resaltaría el famoso kebab, que es como el shawarma de acá. Es rico, barato y al paso, si uno no quiere perder tiempo y seguir recorriendo. Un descubrimiento un poco más jugado fue el menemen: un plato picante hecho sobre la base de tomate y huevo. De postre probé el künefe, gracias al consejo de una viajera que conocí, que es una especie de queso cubierto de crocante con miel; se cocina como la provoleta y se sirve caliente. La bebida con alcohol típica es el raki (que es un tipo de anis); y sin alcohol, el ayr, que es espumoso y está hecho sobre la base de agua y yogurt; es ideal para acompañar las comidas picantes. En la calle venden castañas quemadas, ostras, ciruelas verdes, jugo de pomegranate (granada) y simits, que serían como nuestras medialunas porque es lo que comen para desayunar.



De infusiones, ni hablar que el té es moneda corriente; creo que se toma más que el mate en Argentina. El pocillo donde lo toman es particular: no es una taza común, no tiene manija, es más chico, se afina en el medio y se vuelve a abrir en la parte superior; se apoya sobre un platito. Caminando por la calle podés encontrarte uno apoyado por ahí. Nos han ofrecido té hasta en un local mientras mirábamos mercadería.
Si quieren saber decir «gracias» en turco y saben inglés, se dice como si pronunciaras: «tea sugar e dream» («ti yugar e drim» para los que no saben inglés).
Para hacer compras (té, especias, pashminas, dulces, alfombras, lámparas, narguilas, etcétera), el Gran Bazar es enorme, pero los precios están inflados para los turistas, al igual que en el Bazar de las Especies. Por eso, yo recomiendo ir a conocerlos, pero comprar las cosas en las afueras. Entre ambos bazares descubrimos una zona que tenía de todo, desde cosas de cotillón hasta armas de guerra. Sería como el barrio de Once, pero a la enésima potencia.
Si bien los medios de transporte son buenos, el trazado de las calles y pasajes es muy irregular y, además, van cambiando de nombres. Nos pasó de tener que buscar un hospedaje y, estando a dos cuadras, no poder encontrarlo y nadie nos podía guiar; ni siquiera un taxista con su GPS.
Llama mucho la atención la cantidad de mezquitas que hay; sus picos/torres (minaretes/alminares) se ven desde lejos. La Mezquita Azul (Sultanahmed) es la más imponente, y es la única con seis alminares. Si bien actualmente el 96% de la población es musulmana, la zona contaba con muchas iglesias católicas. El ejemplo más claro es Hagia Sophia (Santa Sofía) que, originalmente, era una basílica patriarcal ortodoxa, y luego se convirtió en mezquita. Las mujeres usan velos para tapar el pelo y el rostro. Hay distintos tipos: el que más cubre es la burka, que tapa todo el cuerpo y sólo deja una rejilla en la cara para poder ver. Nos decían que el objetivo es que a la mujer no se la valore por lo físico.


 

De Estambul nos fuimos a la región de Capadocia, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

 


Capadocia está en el centro del país y se destaca por su paisaje lunar con características geológicas únicas. Por ejemplo, el Castillo de Uchisar o el Valle del Amor, que son montañas con forma del miembro sexual masculino (¡!). También recorrimos el Valle de Ilhara, que es un cañón de cien metros de profundidad, donde se pueden visitar muchas iglesias. Estas se excavaban en la montaña (al igual que las casas) y en la zona hay muchísimos ejemplares. Un buen lugar para verlas es el Museo al Aire Libre, que también tiene murales.

Algunas de las poblaciones de la zona son Urgup, Goreme, Nevsehir y Kayseri.
A su vez, existen 36 ciudades subterráneas. Se puede visitar la más ancha (Kaymaki) o la más profunda (Derinyuku). Nosotros fuimos a la última, que tiene 85 metros de profundidad. Estas ciudades fueron construidas como refugio por los primeros católicos, que se protegían de los romanos; podían pasar meses en ellas. La ventilación que hay, gracias a las chimeneas, es increíble y no te das cuenta que estás a tanta profundidad.

Para dormir nos alojamos en una habitación–cueva, que sus paredes eran irregulares porque seguían la forma de la montaña. La piedra mantenía muy bien el calor del sol, por lo que era calentita.
Obviamente, hicimos el famoso vuelo en globo, para el cual nos levantamos a las cuatro de la mañana para ver el amanecer desde el aire. Sólo diré que es muy recomendable.

Al día siguiente, entré a una mezquita al momento de la celebración, porque si bien en Estambul habíamos ido a conocer varias, durante la ceremonia cierran el acceso a los turistas. Fue una buena idea ir en ese pueblo porque, al ser chico, no hubo problema para entrar. Una gran diferencia respecto de un rito católico es que los hombres y mujeres rezan por separado. Además, algunas mezquitas no tienen espacio para las mujeres; ellos dicen que el hogar es el mejor lugar para que ellas recen. Hay que quitarse los zapatos, cubrirse el cuerpo y usar ropa holgada. Las mujeres, a su vez, deben taparse la cabeza con un pañuelo. El que dirige la ceremonia no mira hacia los creyentes, sino que está más adelantado mirando para el mismo lado que todos. No hay bancos y todos se van ubicando uno al lado del otro hasta que completan la fila. El llamado a los fieles es a través de los alminares de las mezquitas y se escucha en todas partes de la ciudad. La celebración dura muy pocos minutos, y se hace cinco veces al día (antes del amanecer, al mediodía, por la tarde, luego del atardecer y a la noche). Podés orar desde tu casa.



Pamukkale (también Patrimonio de la Humanidad) es una ciudad que está en el Sudoeste del país, en la provincia de Denizli. El clima en esta zona es templado casi todo el año y aquí se encuentra el Castillo de Algodón, que no es de algodón (pero parece), sino de piedra caliza y se formó naturalmente. Más raro aún es que arriba de él se había construido la antigua ciudad de Hierápolis (hoy, en ruinas), para aprovechar las propiedades curativas de las aguas.

Aquí también hay que sacarse los zapatos para recorrerlo. El castillo parece nevado pero, en realidad, el color se debe a que son capas blancas de piedra caliza y travertino, que se forman naturalmente y dan la sensación de nieve. Hay formaciones de terraza de poca profundidad con agua termal a 35ºC, donde podés tomarte un baño. Recomiendo que lo hagan porque, además de la sensación de estar en el medio de una montaña de nieve pero sin tener frío, la vista es increíble. Se ven montañas con vegetación muy verde como bosques de pinos.

Lo cómico fue que en el lugar fui modelo para unos chinos que me pidieron posara en las terrazas. Tenían miles de cámaras y lentes gigantes. Les pasé mi mail pero hasta hoy no me mandaron las fotos.

 


Grecia

Cruzar de Turquía a Grecia por agua es relativamente sencillo, ya que hay islas griegas que están muy cerca de la costa; el problema es que la frecuencia de los viajes depende mucho de la temporada (obviamente, en alta la frecuencia es alta). Y llegar a Grecia como argentinos fue raro. Los griegos estaban muy preocupados por la crisis que estaban viviendo, y ¡nos preguntaban sobre el tema a nosotros! Creo que nos veían como expertos…

Pero más allá de estas cuestiones coyunturales, y para ubicarnos, Grecia cuenta con muchas islas; las del lado de occidente son las Jónicas y las de Oriente, las Cícladas. Muchas de ellas no están conectadas por agua o aire, lo que dificulta la elección de qué islas recorrer. Decidimos ir a Mykonos y Santorini (las más conocidas) que quedan del lado Oriental. Respecto de las occidentales, fuimos a una sola: Zakynthos (Zante).

Zante es una isla sencilla y rural (a diferencia de Mykonos y Santorini, que viven del turismo europeo y donde es normal ver un local de Louis Vuitton), con muchos olivares, algo que hace muy pintorescas las vistas. Otro lugar para visitar es la paradisíaca playa Navagio, a la que se accede solamente por agua. Si vas fuera de temporada, te encontrás solo, inmerso en esa playa que parece un escenario de alguna película. Hay un barco grande, abandonado y oxidado. El agua es de un color turquesa radiante y los paredones de roca que la rodean son muy altos y empinados. 

Santorini es conocida por su atardecer en Oia (en la parte Noroeste de la isla), que si bien es increíble, se llena de turistas y esto hace que no sea tan mágico, según mi opinión, claro. Las playas son volcánicas de arena negra y roja y transmiten una sensación rara y, a la vez, energética. A mí se me dio por construir una pirca (o apacheta) con piedras de la playa.

Otro dato curioso es que nos cruzamos con muchas parejas de Corea del Sur, China y Japón, en plena sesión de fotos de casamiento, por lo que sospechamos que la isla está de moda para bodas orientales.

Por último, fuimos a Mykonos, que es conocida por su casco antiguo donde está la Little Venice, sus molinos de viento y sus callecitas empedradas, donde vale la pena perderse y descubrir a cada paso un nuevo barcito o local con aire relajado, romántico y con buen gusto en cada detalle.

Pudimos comprobar la razón por la que lleva el apodo de la Isla de los Vientos, al tener una racha de dos días de un viento insoportable, que corta la cara, te vuela y no te deja hacer nada; si bien no podíamos recorrer la isla, Matías aprovechó para hacer kitesurf. Según sus palabras, había el doble del viento máximo que puede haber en el Río de la Plata.

Lo último que hicimos en el viaje fue bucear, y no la pasé bien. Era la primera vez que lo hacíamos después de haber completado el curso Open Water (lo habíamos tomado el año anterior en Tailandia). Este consta de cuatro días y te permite descender hasta 18 metros por tu cuenta. Esa experiencia fue maravillosa en todo sentido: el agua era calentita, había muchos pececitos de colores e ibas evolucionando, adaptándote de a poco y tomando confianza. Si bien sabíamos que en el Mediterráneo las condiciones iban a ser más hostiles (el agua es fría y no hay barrera de coral), decidimos ir a ver un barco hundido, que en esa zona hay varios. Voy a anticipar el final de la historia: pudimos ver el barco. Pero sufrí como pocas veces. En la primera inmersión que hicimos tuve que salir antes del agua: me costaba horrores recuperar el aire y, para ser sincera, tuve un poco de miedo. Además de que sentí mucho el frío (bajamos con un traje de 7mm), me preocupaba que estábamos solos en el medio del mar, la visibilidad no era buena, teníamos que bajar 24 metros y, ¡además!, el instructor no me había inspirado confianza… Claramente, la experiencia no fue buena, pero claro, en un viaje se viven muchas cosas, y no todas son reconfortantes.

Mientras sigo arriba del 57 camino a Luján, voy pensando en cuál será mi próximo viaje y ya me olvidé de que no la pasé del todo bien en Mykonos. ✪




 

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